Desde la banca: entre la vida que corre y la que espera

Me senté en una banca afuera del Hospital Oncológico de Santa Cruz, —mientras esperaba la respuesta de la directora para poder hacer una nota periodística— solo por un instante, como quien busca sombra y silencio en medio del bullicio de la ciudad. Pero lo que encontré fue mucho más que eso. Desde ahí, el mundo parecía partirse en dos: el de quienes entran y salen sin mirar atrás, y el de aquellas que habitan en un lugar donde el tiempo se detiene, entre pasillos fríos y noticias pesadas.

Las vi. Mujeres de todas las edades, algunas con la cabeza cubierta por pañuelos de colores, otras con rostros pálidos pero con una mirada que se aferra a la vida con una fuerza que estremece. Algunas están solas. Otras, con una hermana, una madre o un hijo de la mano. Esperan en sillas de plástico, cargando carpetas de exámenes, termos con alguna bebida caliente o simplemente la esperanza de que el dolor ceda, que los médicos digan algo distinto esta vez.

Ahí están las pacientes de cáncer de cuello uterino, de mama, de estómago, de ese enemigo que se aloja en silencio y devora sin pedir permiso. Muchas llegaron desde pueblos lejanos, durmiendo en albergues o en los pasillos, porque no hay dinero para alquilar un cuarto. Algunas vendieron lo poco que tenían para pagar quimioterapias, se despidieron de sus hijos pequeños, dejaron sus casas y trabajos. Y aquí están, luchando contra un dolor que no se ve, en una guerra interna que no da tregua.

Desde mi banca, pensé en mi vida. En mi café caliente cada mañana, en mis quejas por el tráfico, en la ropa que elijo según mi ánimo. Pensé en lo fácil que resulta olvidarnos de lo esencial. Mientras ellas batallan por respirar sin dolor, por mantener el ánimo en medio de las náuseas, por seguir vivas, nosotros nos ahogamos en preocupaciones vanas: si engordamos un kilo, si no contestaron el mensaje, si el celular ya está viejo.

Una señora mayor se me acercó, arrastrando una bolsa con ropa y un pequeño colchón enrollado. “Vengo del Plan 3.000”, me dijo. “Mi hija está internada, ya es la tercera vez que vuelve el cáncer”. Su voz era calma, resignada, pero su mirada cargaba una tormenta. Me habló de la fortaleza de su hija, de cómo sonríe aún cuando el cuerpo ya no responde, de cómo ella aprende a ser fuerte por obligación, no por elección.

Y entonces lo entendí: en ese hospital no solo se lucha contra el cáncer. Se lucha contra el olvido, contra la indiferencia de un sistema que las margina, contra la pobreza que les roba hasta la dignidad. No tienen seguros, no tienen plata, pero tienen algo que muchos hemos perdido: el amor por la vida en su estado más puro.

Me levanté de la banca con un nudo en la garganta. El sol de mediodía ya comenzaba a calentar y la sombra de aquel frondoso árbol cubría la entrada del hospital. No dije nada, no pude. Solo caminé con la certeza de que afuera vivimos rodeados de lujos que no valoramos: el abrazo de una madre sana, el sabor del almuerzo sin vómito después, el poder caminar sin que te duelan los huesos, el simple hecho de despertarte sin miedo al resultado de una biopsia.

Afuera, la vida sigue. Adentro, la vida resiste.

Y desde ese asiento, yo lo vi todo.

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