Testimonios estremecedores de mujeres que recorren comisarías, terminales y oficinas estatales sin respuestas. Enfrentan extorsiones policiales, negligencia oficial y un sistema que les da la espalda, mientras la trata y tráfico sigue cobrando víctimas.

Juana recuerda con nitidez el día en que el mundo se le partió en dos. Llegó al colegio a recoger a su hija de 12 años, pero nadie sabía dónde estaba. Rebeca, la niña risueña de trenzas largas, había desaparecido. La palabra pesaba como una sentencia de muerte. Fue a denunciar, como correspondía, pero los policías le dijeron que seguramente había escapado con un noviecito o que estaba enojada y regresaría. Le pidieron calma. Le pidieron esperar. Nadie salió a buscarla.
Lo que la ley indica —activar la alerta Juliana, coordinar con terminales y fronteras, difundir la información de inmediato— nunca ocurrió. En lugar de acompañamiento, Juana recibió reproches y amenazas: que era su culpa, que quizá maltrataba a la niña. Peor aún, los oficiales le pidieron llenar el tanque de gasolina de sus patrullas y dar viáticos para movilizarse. “Me presté dinero, les di lo que pedían, pero no hicieron nada. Cada día era una humillación”, recuerda. La búsqueda se convirtió en un camino de soledad, miedo y extorsión.
Su historia se repite en cientos de hogares bolivianos. Madres convertidas en detectives improvisadas recorren calles, pegan afiches, interrogan choferes de buses y revisan cámaras de seguridad que casi nunca funcionan. Según la Fiscalía, en 2023 se registraron 3.409 denuncias de personas desaparecidas, pero apenas siete sentencias por delitos de trata. Una brecha dolorosa que refleja el abandono de la justicia.
Letty Tordoya, abogada y activista de Mujeres Creando, lo resume con crudeza: “La corrupción en la Policía es estructural. No se cumplen protocolos, no se destinan recursos, y mientras tanto las madres financian búsquedas que deberían ser obligación del Estado”. La vocera de la Defensoría del Pueblo, Paola Tapia, reconoce que la “alerta Juliana” no se activa siempre y que muchas divisiones carecen de personal y presupuesto. Incluso una sargento que trabajó 15 meses en la unidad de trata admite que pidió su traslado: “Es la peor unidad, no hay recursos ni capacidad, y los superiores se aprovechan de la desesperación de las familias”.
El panorama se vuelve aún más alarmante al revisar los informes internacionales. Según Naciones Unidas, Bolivia es considerada país de origen, tránsito y destino de víctimas de trata, lo que multiplica la complejidad del fenómeno. La mayoría de los casos involucra a adoles
centes mujeres reclutadas mediante engaños, promesas de trabajo o estudios, y terminan en redes de explotación sexual o laboral.
Un estudio de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC) advierte que la ausencia de datos confiables en Bolivia facilita la impunidad: no hay registros claros de cuántas niñas regresan a sus hogares ni de cuántas son rescatadas. En países vecinos como Perú y Paraguay se han establecido protocolos más ágiles de cooperación binacional, pero en Bolivia las familias se enfrentan a la desarticulación institucional y a la falta de acuerdos efectivos. “Aquí lo que duele es la indiferencia; mientras en otros lugares las fiscalías especializadas trabajan en red, en Bolivia cada madre está sola”, resume la psicóloga forense Carla Méndez.
Daniela lleva tres años buscando a su hija de 16 años, vista por última vez en la terminal de buses de Santa Cruz. La cámara que podía registrar a los captores estaba dañada. “En estas terminales cualquiera puede comprar pasajes a nombre de otros, incluso llevar niños escondidos en maleteros. No hay controles. Por eso exigimos que se fortalezcan los sistemas de seguridad”, explica.
Rocío, otra madre, recorre incansable entre Beni y Santa Cruz. Revisa listas de pasajeros, soborna a empleados de empresas de transporte, y cada semana asiste a reuniones de madres en iglesias para darse ánimo. “Nosotras terminamos haciendo lo que debería hacer la Policía”, dice. El dolor no se mitiga, pero la unión da fuerzas para seguir.
Ese mismo impulso mueve a María Rita Hurtado, que lleva una década buscando a su hija Dayana, desaparecida a los 20 años en Santa Cruz. Fundó la Asociación de Apoyo a Familiares de Víctimas de Trata y Tráfico (Asafavittp), hoy un referente en la lucha contra este flagelo. “Nos convertimos en activistas porque nadie más iba a hacerlo. El Estado maquilla cifras, minimiza el problema y nosotras quedamos en el limbo. Yo no dejaré de buscar hasta mi último aliento”, asegura.
En esas reuniones de Asafavittp, los relatos se multiplican: Nelly Flores busca a su hija con retraso mental; otra madre revive la desaparición de Jessica Arauz, de quien no sabe si está viva o muerta. Varias confiesan que pensaron en suicidarse. El dolor de no saber, de imaginar todos los días lo peor, es insoportable, pero compartirlo entre ellas se vuelve un salvavidas.
Los informes internacionales coinciden en señalar las falencias bolivianas. Un reporte del Departamento de Estado de Estados Unidos concluyó que el país no cumple estándares mínimos contra la trata. Naciones Unidas advierte sobre los impactos psicológicos devastadores: las víctimas se sienten culpables y sus familias cargan con el peso del reproche social.
La ausencia de datos confiables impide dimensionar la magnitud del problema. Lo que sí está claro es que detrás de cada estadística hay un rostro de madre que no se resigna. Como dice Rita, la fundadora de Asafavittp: “No son simples cifras, son seres humanos arrancados de nuestras vidas. Nos quieren callar, pero seguimos de pie”.
El calvario de estas mujeres refleja un drama nacional: mientras la trata se organiza como un negocio transnacional, las instituciones estatales siguen desarmadas, negligentes y corruptas. Frente a esa realidad, son las madres quienes, con dolor y coraje, llevan adelante una lucha que debería ser de todos.